El Profesor Instructor de tiro, maestro de instructores, debe requerir de sus discípulos tres elementos constantes: pasión por el arte del tiro, disciplina, y veneración afectiva sin condicionamientos para con el maestro.
Luego de comprobar esto, el maestro le brindará a su alumno la mejor educación para aprehender y enseñar. Esta relación fundamental entre educador y educando es inherente al lazo vital que los debe unir, y que va más allá de la instrucción hasta amalgamarlos en el pensamiento y la acción en un solo espíritu.
Para transferir su espíritu, y con él la experiencia y el conocimiento, el maestro debe exigir del discípulo, que lo imite a conciencia, sin temor y sin cuestionamientos, dejando los interrogantes para luego de completada la instrucción.
Al principio, el alumno debe tener una gran dosis de paciencia, y esperar su crecimiento con la madurez que brinda el tiempo, superando la ansiedad natural que es parte del aprendizaje, que recibe de las precisas y cortas consignas del maestro, sin esbozar iniciativas propias, las que se lograrán en el momento de su independencia.
El maestro observa, indica, sugiere, no exige, no presiona, no califica, y el alumno escucha, se concentra, no se sobre-exige, no se apresura, está aprendiendo, no compite.
El profesor instructor de tiro debe moldear de a poco a su discípulo, sin querer consagrarlo prematuramente en el arte que le transmite.
El alumno se convierte en un artista, como el artesano que domina con oficio, el conocimiento adquirido por la transferencia del espíritu del maestro.
El espíritu se adquiere mediante la disciplina de la concentración física y psíquica, cuando el alumno se despoja de toda intención, realizando con contrición esa tarea previa que consiste en el ritual de la manipulación con su herramienta, el arma, con la que se comunica a medida que procede a cargarla, y verificar el funcionamiento correcto de las distintas partes de su estructura, como de la carga de munición que debe efectuar paso a paso.
Luego los movimientos preparatorios, la posición de parada, la empuñadura, la relajación, la respiración, la dirección del arma hacia el blanco.
Es un instante de profundo recogimiento casi religioso, en donde el alumno está frente al blanco y no lo ve aunque lo está mirando.
El maestro debe formar dirigiendo, y el alumno debe seguirlo liberándose de todo peso, con total prescindencia y abstracción del resultado logrado en el blanco.
El espíritu del maestro ilumina al discípulo con un halo de luz que trasunta el conocimiento en una simbiosis que transfiere y aúna a ambos, sublimando el alma.
Así el alumno percibe que dentro suyo el espíritu del maestro cual arcilla, se va plasmando.
La senda del arte del tiro y la maestría para enseñarlo es elevada y solamente se consigue, cuando el discípulo aprehende a venerar con fe y disciplina al maestro, con afecto natural hacia él, y con toda la pasión de un artista.
Finalmente, cuando el alumno se despoja de si mismo, deja de pensar en él, en el blanco, y se desliga de toda tensión, estando absolutamente relajado, y con respiración normal, cuando de pronto, el disparo se le escapa, sale solo, sin intención, sorprendiéndolo, es cuando ha logrado transferir con su espíritu el alma que se ha elevado más allá de la técnica que ha desarrollado, para llegar primero mentalmente al blanco, y consagrar el objetivo del profesor instructor como maestro de su discípulo, que es hacerle ver que se ha independizado y es hora de crecer como maestro del arte del tiro, con iniciativa propia.
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de Jorge Leonardo Frank.